La mirada del miedo


Hace unos días fui a una comunidad campesina a celebrar la misa. Era una zona alejada, que casi no podemos atender aunque esté en el territorio de nuestra parroquia, está a más de tres horas en camioneta desde El Nula, en medio del Llano venezolano. Allí estuvieron previamente trabajando unos misioneros laicos y la llegada de los sacerdotes estaba anunciada como un gran evento. Fuimos Jorge y yo. Él se encargó de las confesiones y yo de bautizar a diez niños dentro de la misa de la fiesta de la Ascensión del Señor. Todo en un improvisado techado a medio construir que nos hizo las veces de capilla. Al llegar me llamó la atención que había un gran grupo atendiendo a misa, con muchísimos niños en los tablones con troncos que hacían de bancos, pero en los aledaños, recostados en los restos de obra unos jóvenes miraban con recelo al grupo como vigilando de soslayo el evento a ver qué era lo que decíamos y hacíamos. Yo prediqué sobre la Ascensión como el momento en el que Jesús pasa a estar en todas partes, rompiendo las fronteras entre el cielo y la tierra, e invitándonos a todos a construir el cielo en nuestra realidad de frontera terrenal animando a la comunidad a permanecer unidos construyendo una la Paz justa y duradera en la zona.

Terminados los bautizos, para los que no me hubiera venido mal una manguera, y concluida la celebración de la misa con la bendición, me quedé charlando con unos y otros. En esto, viene Jorge que había estado toda la misa confesando, pidiéndome que me acercara donde él estaba hablando con un joven. Aquél chico no llegaba a los 17 años y había sido amenazado de muerte por la guerrilla, se le cumplía el plazo y tenía que salir como fuera de aquel lugar. Nos pedía llevarle en la camioneta y dejarle más adelante en el camino, fuera de peligro. Hablaba muy bajito, despacito, casi inmóvil, con los ojos muy abiertos y con una expresión cadavérica de estar completamente aterrado. En su desesperación, la noche anterior había tratado de quitarse la vida pero su hermano logró impedirlo. Acudía a nosotros con la vergüenza de pedirnos el favor de sacarlo de allí ya que en esa población no salían más autos que el nuestro ese día. A mi me pareció como si el llano se hubiera convertido en una isla en llamas y yo tuviera el último bote para atravesar un mar de tiburones. Jamás pensé que salir por tierra de un lugar fuera tan difícil y arriesgado. Había que salvar una vida, eso estaba claro, pero ¿cómo hacerlo sin jugársela? Nosotros queremos seguir volviendo a la zona a atender a la gente y esto podía complicarlo todo. Daba lo mismo, había que ayudarle como fuera, había que salvar una vida. Decidimos hacerlo, pero dándole un toque de normalidad, nosotros almorzaríamos en el ranchito previsto y después saldríamos subiéndole por el camino en la parte de atrás de la camioneta entre los misioneros hasta dejarle fuera de peligro, llevándole como a un campesino más como si no supiéramos su historia. Cualquier otro intento de camuflaje podría ser mucho peor para todos.

Almorzamos con la gente de allá cuando pasamos a recogerle no estaba en el bar convenido. Toqué la bocina a ver si salía y pregunté si había alguien a quien “dar la cola”,como dicen aquí, pero no salió nadie así que seguí camino adelante. No habíamos avanzado unos kilómetros cuando vemos que en una de las angosturas del camino hay un hombre a caballo que se quedaba esperando a nuestro paso. Como el camino era estrecho fui despacio y pasé a su lado, saludándolo como es costumbre. Él me miró de soslayo, gruñió un saludo y revisó con la mirada palmo a palmo nuestra camioneta y a los pasajeros mientras pasábamos despacio a su vera. Si por la mañana el muchacho tenía el rostro del miedo, aquel hombre a caballo tenía una mirada de odio que hacía más pesado aún el bochorno húmedo del día.

No tenía nada que temer cuando adelanté a aquél hombre de mirada torcida, entonces él dio un silbido fuerte y aparecieron otros dos jinetes camino adelante que al oír la señal comenzaron a galopar hacia nosotros. Ahí sí tragué saliva, pasaron a ambos lados del vehículo y se unieron al primero, alejándose hasta perderse en la polvareda. No sé lo que pasó con el muchacho ese día. Una semana después he vuelto a la zona para una procesión, vigilia y misa en otra población cercana, esta vez me quedé a dormir allí. Preguntando a los más allegados por la situación del muchacho, me cuentan que está vivo y que seguramente su familia nos utilizó como estrategia para despistar a los de las pistolas. Me alegro mucho de que esté vivo y de haber servido, aunque fuera de señuelo. Si llegamos a llevarle en la camioneta nos lo hubieran sacado a la fuerza y lo hubieran matado sin contemplaciones. Como veis en esta zona cada uno se apaña como puede para seguir viviendo porque la mayor desgracia aquí es ver como la vida va perdiendo más y más su valor.

1 comentario:

Machamba dijo...

Es terrible lo que cuentas. Y lo peor es que seguramente esa mirada de odio del jinete no esconde más que un miedo atroz.
Qe Dios te proteja