
Caracas, un nuevo peldaño de esta escalera que dejó el tango en Uruguay y continúa con ritmos caribeños al son de la nueva Venezuela. Hace quince años, aquí fue la primera vez que pisé el continente Americano, pasé por el aeropuerto de Maiquetía camino de Perú y me prometí que algún día volvería para quedarme una temporada. Ayer, salí de Montevideo hice escala en Lima y aterricé aquí para cumplir mi propia promesa. Txuo, el jesuita amigo que me embarcó en esta aventura desde que nos conocimos en Dublín hace seis años estaba esperándome a pie de pista de aterrizaje. Me llevó a conocer la ciudad y sus gentes, presentándome sus amigos y haciendo que me sintiera bienvenido y nuevamente en casa.
Caracas es un valle, sus cerros y colinas se elevan a ritmo de tambor de fiesta y bocina de atasco. La ciudad tiene cerca el mar, pero no lo mira, prefiere el verde de las laderas del Avila, el parque natural que cierra el norte de una urbe de más de nueve millones de almas. De este a oeste se descubren los grandes contrastes de la realidad latinoamericana. Barrios arracimados se descuelgan por los cerros entre callejas de ladrillo y escalinatas de cemento, mientras demasiado cerca las colinas lucen mansiones y edificios de aluminio y cristal. En mi primer día en Caracas recorrí ambos extremos visitando las obras de la Compañía y conociendo nuevos jesuitas. Así vi la casa central de Fe y Alegría, el Centro Gumilla, y en sus aledaños visité el Panteón de Hombres Ilustres de Venezuela (en la foto). Luego almorcé en el teologado y conocí el movimiento pastoral Huellas. Realmente interesante todo. Como siempre al llegar a un sitio yo dejo que todo entre por los sentidos, ya llegará el momento de ponerlo en orden. Mañana viajaré con Txuo en coche hacia el sur, en la frontera con Colombia. La parroquia de El Nula será mi destino para estos dos meses. La próxima crónica cuando sea, será desde allá.